viernes, 11 de diciembre de 2009

Historia: Los Caballos del Rey Arturo



Antes de adentrarse por los caminos de la leyenda conviene recordar tres cosas: 1) Que Gran Bretaña -la isla formada por Escocia, Gales e Inglaterra- también fue conquistada por Roma y que allí estuvieron las legiones y la caballería romanas durante tres largos siglos. 2) Que en su escudo nacional figuran un león y un caballo... 3) Que, ciertamente, el rey Arturo vivió durante el siglo VI después de Jesucristo. Porque de estos "hechos" hay que partir para entender la pronta cristianización britana, la pasión por los caballos y el espíritu guerrero que impregna las páginas de la Historia.
E incluso la leyenda del rey Arturo y su famosa Orden de la Mesa Redonda. Porque de ahí, de esos años de dominación romana (leyes, costumbres, usos, tácticas militares y religión) nace el afán por la justicia y la paz y, lo que es más importante: el sentido cristiano de la vida. No hay que olvidar que el gran ideal caballeril del Santo Grial tiene su origen en la llegada de José de Arimatea a las tierras británicas del sur de la isla portando el cáliz de la "Última Cena" de Jesús con sus apóstoles.
¿Dónde nació y quién fue el rey Arturo...? Según la leyenda, Arturo era descendiente directo de Constantine, un señor valeroso que consiguió formar un pequeño reino cerca de Gales, cuando la isla sólo era campo de rapiña de los bárbaros del Norte.
-Uther -dijo un día el mago Merlín al menor de los hijos de Constantine-, aunque no pareces prolífico, Dios te otorgará un heredero que se llamará Arturo. Llegará de Cornwall e impondrá su autoridad como el gran jabalí de pelos acerados.
Y así fue. Arturo irrumpe en la Historia cuando cuenta tan sólo quince años de edad y es capaz de arrancar con gran facilidad la espada que abría las puertas del reino. Después, y tras ser reconocido, Arturo recorre a caballo sus dominios y comprueba que el desorden, la anarquía y las pequeñas ambiciones son la causa de la postración del reino... Entonces conoce a la "Dama del Lago" y consigue la famosa espada Excalibur.
"Durante unos años -dice la historia- la atención de Arturo giró en torno a los paganos y a los medios de expulsarlos de tierras de Bretaña. Fue una larga tarea, que comenzó con la elección de un amplio grupo de caballeros valientes y virtuosos, con quienes formó su Corte y sentó sus principios de gobierno, obligando a todos los habitantes de su reino a obedecerlos, al margen de su condición social. De este modo logró pacificar el país."
Hasta que un día conoció y se prendó de la princesa Guenevere, hija del rey Leodegrance, con quien se casaría poco después. El regalo de boda que Leodegrance hizo a Arturo fue una mesa redonda de piedra con capacidad para 150 comensales. Sólo entonces aceptó ser coronado y crear la Orden de la Mesa Redonda.
"La gran Mesa Redonda se colocó en el salón de honor del palacio de Camelot y con ella ciento cincuenta asientos. La intención de Arturo consistía en hacer jurar a todos los caballeros que iban a tomar su sitio en la Mesa una absoluta limpieza de pensamiento y una lealtad inconmovible a los altos principios que regían su reino... Y así lo estableció en las reglas que impuso a sus caballeros: tendrían que imitar a Cristo y no matar ni cometer actos pecaminosos; sería fieles a su rey; jamás podrían mostrarse crueles y tendrían que ayudar a quienes lo solicitaran...", etcétera.
El hecho es que aquella orden, la de los caballeros de la Tabla Redonda, se hizo famosa no sólo en Bretaña, sino en todo el mundo, y que las acciones de sus principales caballeros (Sir Lancelot du Lac, Sir Tristam -al que Wagner inmortalizaría junto a Isolda-, Sir Gareth, Sir Geraint, Sir Galahand, etcétera) dieron pie a las más fantásticas leyendas.
Pero ¿qué habría sido del rey Arturo y su Corte sin par si "allí" no hubiese habido caballos, los mejores caballos conocidos? ¿Hubiera sobrevivido Arturo al combate con el salvaje Balín de no ir montado sobre un bravo, potente e impetuoso corcel blanco, aquel que, seguramente, consiguió en su excursión por tierras de España cuando acompañado del vasco Sir Lancelot recorrió Europa...? ¿Y qué "causa justa" hubieran podido defender los caballeros de la Tabla Redonda sin ir montados a caballo...? La leyenda cuenta que la princesa Guenevere montaba el día que llegó a Camelot una increíble yegua blanca enjaezada de oro como no se había visto otra jamás.
El héroe indiscutible de la Tabla es, sin duda, Sir Lancelot du Lac, el eterno amante espiritual de la reina Guenevere, pues jamás fue vencido en combate por hombre alguno... y, curiosamente, el campeón de los caballeros, hijo del rey Ban de Benwick, además de ser vasco es -según otra leyenda- "criador de caballos" (como Héctor el troyano) y el mejor jinete de su tiempo. Como el mismísimo y wagneriano Sir Tristam reconoce el día que ambos se enfrentan por primera vez...
"Al llegar el día señalado -dice la leyenda-, Sir Tristam llegó al lugar y vio allí a un caballero vestido enteramente de blanco que montaba un caballo de color negro azabache y espléndido. Creyéndole Sir Palomides (el caballero de origen árabe), avanzó hacia él con la lanza en ristre, no tardando ambos en trabarse en lucha. Sir Tristam supo enseguida que un contendiente mucho más peligroso que Palomides era aquél, pues le exigía dedicarle toda su habilidad. Todo era en vano, Tristam buscó de mil maneras la ocasión de vencer al caballero blanco y siempre fracasó. Llevaban varias horas de combate cuando Tristam preguntó al otro cuál era su nombre.
-Me llamo Sir Lancelot du Lac, caballero
-¡Ay de mí! -repuso Tristam-. ¿Qué he hecho? Tú eres el caballero que yo más admiro en el mundo..."
En fin, la historia del rey Arturo y su famosa Orden de la Tabla Redonda no termina ahí... porque después vino la búsqueda del Santo Grial y la llegada misteriosa o divina de Sir Galahand. Sin embargo, aquí no hay que poner punto final a este capítulo. Ahora tendremos que ir al encuentro de aquel otro rey inglés que gritó, de la mano de Shakespeare, lo de "¡Mi reino por un caballo!".
Fuente: "Caballos, historia, mito y leyenda" de Julio Merino, 1996. Págs. 138-143.

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