Un respetable psicólogo escribió la siguiente frase: "...pues el animal no sabe reír ni sonreír".
Esto me anima a contar que una vez vi reír a un caballo. Hasta ese momento pensaba que eso se podía sostener siempre, y no me atrevía a hacer aspavientos por ello. Pero, ante algo tan precioso como esto, tendré el gusto de entrar en detalles.
Bien, fue antes de la guerra, y es posible que los caballos ya no se rían desde entonces. El caballo estaba atado a una estacada que cercaba una pequeña finca. El sol brillaba, el cielo tenía un color azul oscuro y el aire era cálido pese a estar en febrero. Mas, en contraste con esta divina holgura, faltaba todo signo de humanidad. En una palabra, me encontraba cerca de Roma, en un sendero situado ante las puertas de la ciudad, en la frontera entre los humildes alrededores de ésta y el comienzo de la rural Campiña.
También el caballo era típico de la Campiña: joven y grácil y perteneciente a una armoniosa raza de escasa alzada que no guardaba ninguna semejanza con los ponis. Sin embargo, cuando lo montaba un jinete alto, éste parecía como un adulto en una sillita de muñecas. Un alegre mozo lo cepillaba, el sol brillaba sobre su pelaje y tenía cosquillas en las axilas. Ahora bien, un caballo tiene, por así decir, cuatro axilas, y, por tanto, dobla al ser humano en lo que a cosquillas se refiere. Además, el caballo parecía tener otra zona especialmente sensible en la parte interior del muslo, de manera que cada vez que se le acariciaba esa zona, no podía contenerse la risa.
En el mismo instante en que veía acercarse de lejos la rascadera, se inquietaba, quería seguirla con el hocico y, al no poder hacerlo, enseñaba los dientes. Pero la rascadera continuaba su alegre marcha, pasada a pasada, y el belfo dejaba libre la dentadura, al tiempo que las orejas se iban inclinando cada vez más hacia atrás y el caballito apoyaba alternativamente sus patas en el suelo.
Y, de repente, empezó a reír, haciendo rechinar los dientes. Con su hocico intentó apartar con tanta vehemencia como le fue posible al mozo, que le hacía cosquillas, y lo hizo de la misma manera como lo hubiera hecho una labriega y sin morderle. También intentó darse la vuelta y hacerle retroceder con todo su cuerpo. Pero el joven le llevaba ventaja. Y cuando llegó con la rascadera a la zona de la axila, el caballo no pudo aguantar más: torció sus patas, se estremeció todo su cuerpo y replegó la carne que cubría sus dientes tanto como pudo. Entonces se comportó por unos segundos como un hombre al que se le han hecho tantas cosquillas que ya no se puede reír más.
El escéptico erudito objetará que ni siquiera pudo reírse. Cabría responderle que esto sería cierto en la medida en que fuera el mozo de cuadra el que relinchara de risa en cada ocasión. En efecto, parece que poder relinchar de risa es una capacidad exclusivamente humana. Mas, a pesar de todo, es obvio que los dos jugaban de mutuo acuerdo y que, tan pronto como volvían a empezar, no podía caber ninguna duda de que el caballo también quería reír y esperaba lo que vendría después.
De esta manera, la duda erudita sobre la capacidad del animal se reduce a que éste no puede reírse de los chistes.
Pero esto no hay que reprochárselo al animal.
De mi libro "Las mejores historias sobre caballos" (Ediciones Siruela, 2000), páginas 109-111. (Traducción de Elisa Lucena).
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