viernes, 10 de diciembre de 2010

RELATO: "LA CARRERA"

Nací en un agradable pueblecito del sur de la Península. Sus viviendas, de una o a lo sumo dos plantas, eran encaladas, verano tras verano, lo que las otorgaba un irrefutable porte andaluz. Manos hábiles y expertas disimulaban, ayudadas de brocha gorda y pintura, los agujeros y desconchaduras que habían agrietado seriamente las paredes durante el dilatado y oscuro invierno. ¡Qué oficio tan bello es este que torna lo negro en blanco!
Mis primeros pasos -no voy a negarlo- los di rodeado de grandes agasajos y, quizá, excesivas atenciones. Un simple estornudo protagonizado por mi nariz o la momentánea inapentencia por las viandas, seleccionadas según mis preferencias gastronómicas, hacía palidecer a la familia. Al alba, renacía mi naturaleza hambrona y volvían a sonreír sus ojos por encima de unas soberanas ojeras, fruto de una noche insomne.
Procedo de un linaje muy apreciado en la región. Muchos son los nombres que, a tenor de sus hazañas, se pueden ver impresos en las hemerotecas, tanto nacionales como extranjeras.
Mi infancia transcurrió tranquila, sin sobresaltos; a excepción del susto producido por un aparotoso incendio que arrasó el campo colindante. Por suerte, la autoridad procedió con premura, deteniendo y poniendo a buen recaudo a los forasteros pirómanos para que escarmentaran de su felonía y se les quitaran las ganas de experimentar con latas de gasolina y cerillas.
No obstante, el recuerdo que aún más perdura en mi mente es, sin duda, el de aquellos largos paseos por las bucólicas praderas que, entonces, con mis débiles extremidades, parecían no tener fin.
Cuántas horas habré pasado sin otra preocupación que la de dejar que el sol de la mañana acariciase mi piel, a la par que jugaba con el que, tal vez, haya sido el mejor amigo y compañero de mi niñez.
"Almín" era un magnífico potro traído por el capataz de la finca de su último viaje a Agadir. No pasaba de un año y ya se advinaba en él una gran clase. Descendía de una extraordinaria estirpe de caballos. Su madre, antes de ser una excelente yegua de cría, había ganado algunos de los más importantes premios de Europa.

Sin embargo, lo único que yo valoraba era lo feliz que me sentía disfrutando de su camaradería. Creo que por esto empezó a atraerme el trepidante y fascinante mundo de las carreras.
La educación que me impartieron fue la normal; si bien, debido a la buena posición que poseíamos, siempre tuve a mi disposición cualificados profesores, sin reparar en los onerosos honorarios que, sobre todo el señor de menudo y rubio bigote, pantalones a cuadros, risa entre dientes y dicción sajona, percibía por sus clases.
Siendo todavía muy joven se presentó la oportunidad de ser alumno, en el transcurso de unos meses, de una de las más prestigiosas escuelas de equitación de Sevilla.
En seguida, conseguí destacar entre todos mis condiscípulos, lo cual me granjeó miradas de distinta índole, unas de indiferencia y otras de reconcomido odio.
Ese fue el comienzo de mi vida deportiva. Un arduo camino me quedaba por recorrer; pero sabía que podía alcanzar cotas que sólo estaban en la imaginación de unos pocos. Me había fijado una excepcional meta. Algún día obtendría el Grand Prix de Ascott, uno de los certámenes más acreditados. La frenética andadura ya estaba en marcha y me honré visitando los más diversos hipódromos. De febrero a junio, corría en La Zarzuela; en julio llegaba a Lasarte. A fines de agosto recalaba en Sanlúcar de Barrameda. Como colofón, celebraba la fiesta de Reyes Magos luciéndome en el resplandeciente marco de Pineda.
En todas las competiciones descollé, siendo admirado por los públicos más variopintos y exigentes, pero ligados por un interés común: la contemplación de mis consecutivas victorias.
Yo, conocedor de que el brillo es flor perecedera, nunca hice alarde de los triunfos, porque, aunque logrados a fuerza de tesón, el azar es realmente quien decide. La gran prueba estaba próxima. La enorme isla, en otro tiempo patio particular de Enrique VIII, me aguardaba. Mis músculos estaban fortalecidos en su justa medida y la confianza en mis posibilidades era total. Debía controlar los nervios. Era un momento muy deseado y temía que éstos me flaquearan. Los ejercicios se multiplicaron; la vigilancia sobre mi estado de salud se incrementó y en la casa, nos contaban, los teléfonos no paraban de sonar, volviendo locos a los ya pocos cuerdos secretarios. Pepín y Juan estarían danzando por el cortijo con sendos inalámbricos a modo de apéndice adosado. De la forma más amable que el agobio les permitiera, contestarían a prensa, radio, televisión, así como a las numerosas amistades que llamarían, preocupadas por lo que, a juicio de todos, iba a ser una memorable fecha.

Pese a ser inglés, amaneció un domingo espléndido y claro. El astro rey sería testigo de mi encumbramiento y, en la pista británica, escribirían con letras doradas mi gesta.
Las gradas se hallaban abarrotadas. Lindas damas se protegían del sol con bonitas pamelas y elegantes caballeros, tocados con cigarro puro y gemelos -para no perderse el devenir del evento- , ejecutaban sus apuestas con euforia.
Escuché, sin ser cierto, mi dorsal, repetido mil veces a través de la megafonía. Arropando las voces, resonaban vibrantes aplausos.

En el cajón de salida, me concentré pensando exclusivamente en la carrera. En los restantes huecos, mis contrincantes esperaban impacientes. Pero yo, luchador curtido, les vencería e buena lid.
El seco boom de la pistola indicó la salida. Apiñados y con un fuerte estrépito, nos dirigimos alocadamente en busca de gloria.
La primera vuelta era una liviana excursión; en la siguiente, permanecía fresco y descansado. El giro número tres me costó un leve tirón; el cuarto y definitivo fue agotador. Sudoroso y casi sin resuello tomé la curva concluyente. Atrás quedaban mis adversarios y escasos metros me separaban del inminente triunfo. Un impulso más y lo habré conseguido, me dije entonces.
El jurado, hasta ese instante impertérrito, saltaba gozoso en sus asientos y en el sacro foro (ahora sí), resonaba mi nombre. Estaba sucediendo. Era el campeón.
El laurel, galardón donde los haya, adornaba mi cuello. El yóquei, era jaleado por los aires. El espéctaculo había terminado.
Y yo había cumplido. Si mi añorado "Almín" me viera, seguro que se iba a sentir plenamente dichoso.
Se ha hecho la noche. En un rincón de la cuadra reposo de la agitación y vigor desarrollados. Mi papel en la sociedad ha terminado. Pienso en aquella dulce potrilla de San Sebastián. La nuestra puede ser una estupenda unión.
Sé de buena tinta que mis propietarios están llevando a cabo los trámites necesarios para este enlace. Estoy ansioso por conocer si éstos conducirán al final a mi propósito; pero, eso ya será... mañana."

(Artículo extraído de la revista MÍA, 25 Agosto 1991, y su autora es María Remedios Vázquez.)

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