Y llegamos a Roma, el gran imperio de la antigüedad, la madre del mundo actual, la empresa política más grande que conocieron los siglos. Aquella Roma que a fuerza de coraje llegó a dominar los territorios que hoy ocupan Italia, Francia, Bélgica, Holanda, parte de Alemania, Inglaterra, España, Portugal, Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Israel, Líbano, Siria, Turquía, Grecia, Yugoslavia, Bulgaria, Rumanía, Suiza, Austria, Hungría, la Rusia del mar Negro (incluida Crimea), Persia, Albania, más todas las islas del mar Mediterráneo (que con razón llamaron Mare Nostrum) y los mares Egeo, Negro y Rojo.
¿Cómo? ¿Cómo -se preguntan aún los historiadores- pudo formarse un imperio tan grande partiendo de una pequeña ciudad que sólo ocupaba una de las siete colinas de la Roma de hoy...? ¿Qué tenían o tuvieron aquellos primeros romanos para vencer y dominar a todos los pueblos conocidos...? Naturalmente, responder a estas interrogantes sería labor de mucho tiempo y muchas páginas, y apartarse del objetivo de esta obra. Pero no cabe duda de que una de las armas que se emplearon en tal colosal obra fue la "caballería", es decir, el caballo. Aunque los romanos, y esto sería tema de estudio, nunca fueron especialistas en caballería, ni fue ésta el eje de sus ejércitos, pues Roma confió siempre más en sus famosas legiones (o sea, en su infantería) que en sus "jinetes".
Sin embargo, Roma hizo del caballo su animal predilecto, y de las carreras de caballos su deporte favorito. Tanto que todavía se conservan largas listas de caballos famosos -como los de Tusco y Victor- y los nombres de numerosos "promotores de carreras". Dion Casio llega a asegurar que el Circo Máximo en realidad era un gran hippodromus donde se enfrentaban las distintas facciones o bandos: los blancos, los rojos, los verdes y los azules... (A este respecto recomiendo la lectura de "La sociedad romana", de Friedlaender.)
Pero de todos los caballos de Roma, incluyendo el de Julio César, el más famoso, sin duda, es el del emperador Calígula, y de él y de su dueño vamos a hablar en este capítulo.
Cayo César Augusto Germánico, que éstos eran los verdaderos nombres de Calígula, fue el segundo de los llamados "emperadores locos" (los otros fueron Tiberio, Claudio y Nerón) y reinó desde el año 37 al año 41 de nuestra era cristiana. Bueno, en realidad su reinado, como su propia vida, no fue más que un período de terror y locura, algo increíble si se admiten como válidas las cosas que de él se cuentan, desde Suetonio al biógrafo Gerard Walter, pasando por Casio, Tácito, Monsem, Kovaliov, Séneca, ectcétera. Pero ¿qué podía esperarse de un jovenzuelo que antes de vestir la toga ya había tenido relaciones sexuales con sus tres hermanas, Agripina, Drusila y Julia?
Muchas, muchas barbaridades podían contarse de Calígula -como lo hizo Albert Camus en su famosa tragedia- y, sin embargo, aquí sólo nos vamos a referir a su caballo y lo que hizo con el noble animal.
Se llamaba Incitatus, es decir, "Impetuoso", y al parecer era de origen hispano, lo cual no sorprende, pues Roma importaba cada año de Hispania alrededor de diez mil caballos. "Los caballos hispanos -escribiría años más tarde Simmaco a Salustio- son de gran alzada, buenas proporciones, posición erguida y cabeza hermosa. Como caballos de viaje son duros, no enflaquecidos. Son muy valientes y veloces, no haciendo falta que se les espolee... Tienen el pelo liso, corren mucho y son poco apropiados para ir al paso por su genio y coraje".
Calígula, por lo visto, llegó a adorar a la noble bestia hasta el punto de que -según Suetonio- mandó construir para él una caballeriza de mármol y un pesebre de marfil... y más tarde una casa-palacio con servidores y mobiliario de lujo, para que recibiese a las personas que le mandaba como "invitados".
"También se cuenta -termina diciendo Suetonio en su Vida de los doce Césares- que había decidido hacerle consúl."
Claro que en este caso la historia se queda corta, porque Calígula llegó más lejos en su pasión por Incitatus. La leyenda asegura que el joven emperador, inclinado por el bando verde, comía y dormía en los establos, junto al caballo, los días de carreras... y, para que nadie ni nada turbase al equino, ya desde la víspera decretaba el "silencio general" de toda la ciudad bajo pena de muerte a quien no lo respetase.
Se cuenta que en una de aquellas carreras, a pesar de todo, perdió Incitatus y que Calígula no pudo contenerse y mandó matar al osado auriga, pero diciéndole al verdugo aquello de "mátalo lentamente para que se sienta morir."
"Los hombres lloran porque las cosas no son lo que deberían ser... El mundo, tal como está, no es soportable -dijo en otra ocasión-, y eso lo sabe mejor que nadie Incitatus... ¿Por qué mi caballo, que es más inteligente y más noble que todos vosotros, no puede ser igual vosotros?"
Fuente: "Caballos, historia, mito y leyenda" de Julio Merino (1996), págs. 45-47.
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